jueves, 1 de julio de 2010

DERECHO ADMINISTRATIVO Y LIBERTAD: o de por qué el Derecho Administrativo venezolano no ha respetado ni promovido la libertad

DERECHO ADMINISTRATIVO Y LIBERTAD: o de por qué el Derecho Administrativo venezolano no ha respetado ni promovido la libertad

Luis Alfonso Herrera Orellana

Profesor José Ignacio Hernández y demás autoridades del Centro de Estudios de Derecho Público de la Universidad Mon-teávila; estimados profesoras y profesores de Derecho Público de ésta y otras Casas de Estudio del país, demás asistentes a esta 1era sesión del Seminario de Profesores de Derecho Público, reciban un cordial saludo y mi gratitud por la honrosa oportuni-dad que me han brindado de dar inicio a esta valiosa y muy necesaria iniciativa académica en nuestro país:
Hace ya más de 200 años, el Derecho Administrativo nació en la Europa continental con el doble propósito de establecer los mecanismos a través de los cuales la Administración Pública habría de satisfacer con eficiencia necesidades de índole social, sin afectar, más aún, asegurando la libertad de los ciudadanos frente a la actuación de esa misma Administración, evitando los excesos y abusos en el ejercicio de las potestades atribuidas a ésta para asegurar el imperio de la ley y el Estado de Derecho.
Fatalmente, cuando ya termina la primera década del siglo XXI, debe admitirse que el Derecho Administrativo venezolano lejos está todavía de lograr estos dos fundamentales propósitos, en especial el segundo de ellos, lo cual explica el usualmente desmesurado tamaño de la Administración Pública en el país, su inocultable ineficiencia, el precario –y hoy casi inexistente- control judicial sobre su actuación y la constante violación de las libertades ciudadanas por parte de sus órganos y entes.
En efecto, al no haberse acogido y desarrollado en nuestro país a nivel institucional y académico esta rama del Derecho a partir de preocupaciones, debates y reflexiones similares a los que definieron su creación y consolidación en sociedades como la francesa, la alemana e incluso la estadounidense y la inglesa, para las que asegurar las libertades era una tarea esencial, sino en forma abrupta e irreflexiva, como resultado del tardío ingreso de Venezuela al siglo XX y como herramienta útil para dotar de cierto orden y juricidad a la acción de una naciente Administra-ción prestacional, surgida a mediados de la década de los años 30, el Derecho Administrativo, entre nosotros, nunca se con-cibió como un mecanismo útil para asegurar las libertades fren-te al Estado y su inmenso poder, sino sólo como un conjunto de medios jurídicos idóneos para disciplinar y facilitar la actuación de aquél.
Ante la exclusión y pobreza de miles, luego millones, de personas, la poco relevante y siempre frágil situación jurídica y económica de la empresa privada en el país, la falta de expan-sión y garantías para los derechos de propiedad y los crecientes reclamos sociales de más y mejor democracia, unido al consen-so en torno a la obligación del Estado de solucionar los proble-mas sociales, puede afirmarse que la preocupación central, casi obsesión, de funcionarios y especialistas en el estudio y aplica-ción del Derecho Administrativo en Venezuela no fue otra que la de hallar las interpretaciones de los principios y reglas básicas de la disciplina más favorables a la acción administrativa, a fin de evitarle el mayor número de limitaciones y obstáculos.
Lo que resultaba “lógico”: si la mayoría de los individuos viven oprimidos por la pobreza y sólo el Estado puede liberarlos de esa opresión mediante su acción administrativa prestacional, entonces es deseable el eliminar la mayor cantidad de limita-ciones jurídicas a esa acción, de modo que ésta cumpla con la mayor eficiencia sus loables propósitos sociales.
Sobre estas premisas, divorciadas de al menos parte del contenido de las Constituciones vigentes en el siglo XX venezo-lano, se importó y expandió el Derecho Administrativo, el cual, entre los años 30 e inicios de los años 80 del siglo XX, se mantuvo como una rama “creada” por la jurisprudencia de los tribunales contencioso-administrativos y prevista en dispersas regulaciones legales y sub-legales (con excepción de las conteni-das en leyes como la de expropiación, de tierras baldías y ejidos y hacienda pública nacional), hasta que varios años después de hablarse de acto administrativo, procedimiento administrativo, discrecionalidad administrativa y recursos administrativos, se dictó la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Ciertamente, en esta Ley de 1982 y en otras que le siguie-ron luego (las de Licitaciones, de Concesiones, entre otras), así como en notables sentencias de la jurisdicción contencioso-administrativa de los años 80 y 90, se aprecia ciertamente una genuina preocupación por asegurar los derechos y libertades de los ciudadanos. Pero, tal preocupación, ni se mantuvo ni se consolidó en la interpretación y aplicación de esas normas (una prueba de ello es la falta de reiteración de los criterios acogidos en las sentencias referidas). Por el contrario, lo que prevaleció tanto en políticos, como en académicos y jueces venezolanos fue la interpretación formalista, instrumental y utilitarista de los principios y reglas del Derecho Administrativo, concepción que en nuestros días ha facilitado la puesta en vigencia y aplicación de normas absolutamente arbitrarias como las contenidas en buena parte de los inconstitucionales Decretos-Ley de 2008 (ver al Revista de Derecho Público N° 115. Estudios sobre los Decretos Leyes. Caracas: EJV, 2008).
La prioridad nunca fue cómo regular y limitar la acción ad-ministrativa de modo que preste servicios y genere oportuni-dades a todos los ciudadanos, sin discriminación y opresión, a fin de que éstos afiancen su libertad y sean seres autónomos; o cómo evitar que la Administración, al ejercer sus potestades, viole las libertades ya adquiridas y en ejercicio, y que más bien las respete y garantice. Nunca se trató, pues, de asumir en el país al Derecho Administrativo como un Derecho del Poder para la libertad, y sólo se lo concibió como un Derecho idóneo para el ejercicio del Poder, que se supone (y con esa presunción nos hemos conformado) actúa para beneficiar a la colectividad.
Más que paradójico resulta ello en un país con una cultura política autoritaria, personalista, caudillista, de tradiciones más monárquicas que republicanas como es el nuestro, y en el que, además, desde los años 70 del siglo XX, el agente económico más importante y poderoso es el Estado, en tanto propietario del principal recurso de exportación del país: el petróleo.
Asimismo, es increíble que tanto legisladores, como acadé-micos y jueces demócratas (y en su gran mayoría socialistas), hayan soslayado, cuando no ignorado y desdeñado abiertamen-te, la importancia que la promoción y la preservación de las libertades individuales tuvo en la conformación original del De-recho Administrativo, hijo ilustre de la Revolución Francesa, y cómo el principio del Estado de Derecho y sus derivados (impe-rio de la ley, división de poderes, principio de legalidad, respon-sabilidad patrimonial del Estado) son elementos esenciales para que la Administración actúe sin sacrificar arbitrariamente esas libertades.
La doctrina jurídica venezolana más reconocida, tributaria por supuesto de las ideas políticas y económicas de sus autores [agotadas en su mayoría desde hace décadas], inculcó por años, y aún lo hace hoy, a los operadores jurídicos que la Adminis-tración, por ser la garante del interés general, debía estar, como en los tiempos del absolutismo, legítimamente por encima de los individuos, de los ciudadanos, y que los derechos de éstos, como se hacía en el Estado liberal, no podían invocarse como un obstáculo a la acción de aquélla, y que el interés general [esa entelequia monopolio de los funcionarios], en todo caso debía prevalecer sobre los intereses particulares.
Se redujo, pues, la complejidad de las controversias jurídi-cas entre el Estado y los ciudadanos a un conflicto de mayorías y minorías, de pobres indefensos y ricos poderosos, de personas necesitadas y personas egoístas, donde la Administración, ubi-cada al lado de quienes carecen de libertad y propiedad, debía actuar con la mayor eficacia, no con miras a dotar a aquéllos de libertad y propiedad, sino a limitar, sancionar y debilitar a los que sí tenían libertad y propiedad, como si con tal proceder las desigualdades y la opresión económica fuesen a desaparecer.
Por esta vía, otro de los aportes del Estado de Derecho a la sociedad libre y democrática, el de la igualdad de todas las personas ante la ley, poco a poco ha sido olvidado y desconoci-do, siendo ya, por estos días, difícil de hacer entender tanto a estudiantes de Derecho como a ciudadanos en general, la idea básica de la responsabilidad del Estado por sacrificio particular o sin falta (según el cual ninguna persona está obligada ni pue-de ser forzada legítimamente a sacrificar su persona o su patri-monio a favor de la comunidad), o de lo justo que resulta exigir que se condene al Estado en costas cuando es totalmente ven-cido en juicio, por causa de la permanente alusión a tópicos ya previstos en la ley pero inconstitucionales, como la “preemiten-cia de los intereses del Estado por encima de los intereses de naturaleza particular” (art. 6 de Ley O. Poder Ciudadano).
Muestra de lo anterior, es el hecho de que son muy pocas las sentencias de los tribunales contencioso-administrativos en las que han sido protegidas y garantizadas frente a actuaciones arbitrarias de la Administración la libre empresa y la propiedad privada, ambas libertades tan fundamentales para el desenvol-vimiento del ser humano como lo son las libertades de expre-sión, de creencia y de participación política, habiendo sido por cierto la mayor parte de ellas dictadas en la última década de vigencia de la Constitución de 1961.
En la aplastante mayoría de los casos, sobre todo a partir de 2001, no obstante la puesta en vigencia la Constitución de 1999 (que reconoce en forma aún más favorable que su ante-cesora tanto la libertad económica como la propiedad privada), las sentencias, apelando al tópico del carácter no absoluto de estas libertades, han fallado en su contra y a favor de la acti-vidad, muchas veces ilegal, de la Administración.
La sorpresa y la preocupación es aún mayor, cuando en obras y sentencias más recientes, apelando ahora a principios loables aunque riesgosos por sus interpretaciones contrarias a las libertades, como son el Estado social, la solidaridad, la co-iniciativa y la responsabilidad social, se construyen justifica-ciones ad hoc del creciente aumento e intervención de la Admi-nistración en la sociedad y en la economía, de las limitaciones cada vez mayores a la libertad de empresa y a los derechos de propiedad, el incremento de los supuestos de discrecionalidad y de poderes “cautelares” de la Administración, etc., sin mostrar el menor temor a que con ello se esté enterrando al Estado de Derecho, la libertad y la democracia que sólo aquél puede ga-rantizar, y como si las causas que justificaron el reconocimiento de ese principio como núcleo esencial de toda Constitución hu-biesen desaparecido.
Se echa de menos, pues, en esas obras y fallos, de antes y ahora, un mínimo de desconfianza, o si se quiere, un prudente escepticismo, común en la tradición anglosajona, frente al uso que del Poder harán los funcionarios que integran al Estado, ni más ni menos que seres humanos provistos de pasiones e inte-reses como todos los que integramos esta especie.
Sería absurdo preguntar a los actuales integrantes del Po-der Legislativo, del Poder Judicial y del Poder Ejecutivo, com-prometidos como están con el proyecto de instaurar en Vene-zuela un Estado totalitario, en el que el Derecho Administrativo aplicado por las democracias occidentales está condenado a desaparecer, del porqué de su fe ciega y monolítica en la bondad y virtud del Poder del Estado. Los hechos hablan por sí solos.
Mas sí habría que preguntar a legisladores, gobernantes, académicos y jueces que se formaron y actuaron durante la vi-gencia de la Constitución de 1961 (contradictorio período de plenas libertades políticas y mínimas libertades económicas), así como a los que aún formados luego de ese período y que manifiestan plena confianza en que el Estado y no los ciudada-nos sea el “conductor del proceso de desarrollo”, lo siguiente: ¿en qué hechos basan su creencia de que la Administración, por ser democrática y social, ya no abusará de sus poderes, y que por ello hay que relajar, si no eliminar, muchos de los límites y exigencias que el Estado de Derecho y, más recientemente, la tesis del contenido esencial de los derechos le imponen?
Desde luego, nadie entre nosotros, profesores de Derecho Administrativo, admitirá haber defendido alguna vez semejante punto de vista.
Sin embargo me pregunto: ¿acaso no se defiende tal punto de vista cuando se afirma que los actos administrativos se pre-sumen legales, veraces y legítimos y que todos los actos que dic-ta la Administración son ejecutivos y ejecutorios?
¿No se lo reivindica cuando se afirma que en todo contrato suscrito por la Administración con un particular ésta hállase investida de potestades administrativas, y ahora más porque así lo dice la Ley de Contrataciones Públicas, sin importar si Satis-fasce o en no en forma directa e inmediata un interés general?
¿No se lo apoya cuando se acepta que la Administración haga uso de supuestas potestades implícitas que le permiten no sólo sancionar sino también condenar al pago de sumas de dinero, por considerar, por ejemplo, que “el Estado Social impri-me una absoluta matización del Estado de Derecho, el cual que-da reducido a su mínima expresión”?
¿No se lo asume cuando se estiman legítimos controles de precios, de cambio en la convertibilidad de la moneda y de dis-tribución de bienes, sin mayor justificación, a perpetuidad y en contra del contenido esencial de la libertad de empresa y de la propiedad privada, y se acepta además que la Administración no responda por los daños que genera la aplicación de tales re-gulaciones, por ser ello un sacrificio a soportar para tutelar el interés general?
¿No es esa la premisa de la que se parte cuando se consi-dera conforme a Derecho que en un acto de creación de una so-ciedad mercantil estatal se le den a ésta potestades para dictar actos administrativos?
¿No se suscribe tal punto de vista cuando se afirma que la libertad económica “dejó de ser en Venezuela el pilar funda-mental de la organización política y entró a configurarse como un derecho más”?
Y, por último, ¿no se repudia a la división de Poderes y a diversos derechos constitucionales, cuando se acepta que la Administración dicte actos “cuasi-jurisdiccionales” o arbitrales, como si del Poder Judicial se tratara?
Urge recordar que el Derecho Administrativo nació en la Modernidad occidental del siglo XIX, como respuesta civilizada a un definitivo e irreversible anhelo de libertad y de protección de los seres humanos frente al poder ilimitado y arbitrario del Es-tado y de lograr que sus destinos se encontraran en sus propias manos y no en las de gobernantes designados por Dios o por la tradición.
De este modo, por cada potestad, prerrogativa o privilegio que esta rama del Derecho le confiere o reconoce a la Adminis-tración, al mismo tiempo reconoce y asegura a las personas, en tanto ciudadanos y no súbditos, garantías a sus libertades y derechos. Igual, habrá que informar que el definitivo recono-cimiento de la Constitución como norma jurídica en los países de la tradición jurídica continental, precisamente, vino a ratifi-car la necesidad histórica, política y moral de asegurar ese equi-librio entre poder y libertad.
Que son muchas, y profundas, las transformaciones que la sociedad y el Estado han experimentado desde los orígenes de la disciplina hasta nuestros días, y que es inevitable que la Admi-nistración actúe con mucha mayor frecuencia, intensidad y am-plitud en diferentes áreas, es un hecho cierto e irrefutable, como lo es también que hoy día, más que nunca, y luego de los totalitarismos fascistas y comunistas del siglo XX, está más vigente que nunca la exigencia de conciliar poder con libertad, prerrogativas con garantías, eficiencia de la Administración con preeminencia y respeto de los derechos y libertades fundamen-tales.
En nuestro tiempo, en el que por desgracia aún abundan la pobreza y la exclusión, y proliferan amenazas a la seguridad y vida de las personas, derivadas de la acción de traficantes y terroristas de toda calaña, nadie en su sano juicio puede as-pirar a que los Estados sean mínimos, débiles, carentes de re-cursos y sin potestad de ejecutar por si mismas aquellos de sus actos que tengan por objeto satisfacer, tutelar o proteger en forma directa e inmediata intereses colectivos de las personas. Quien tenga dudas al respecto, le bastará con leer las obras de Francis Fukuyama, La Construcción del Estado, y de Moisés Naím, Ilícitos, para despejarlas todas.
Pero a lo que sí se puede y debe aspirar, conforme a los mismos principios que han potenciado la intervención del Esta-do en la vida de los ciudadanos, es que éste sea limitado, fuerte, sí, pero dedicado a funciones y actividades en verdad esenciales para la tutela y promoción de los derechos individuales y colec-tivos previstos en leyes democráticas, con plena sujeción al Es-tado de Derecho.
En palabras de Mario Vargas Llosa: “No se puede prescin-dir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respe-tados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevita-blemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social” (“Confesiones de un liberal”, Letras Libres, mayo de 2005)
Por ello, debería considerarse contrario a los principios y fines del Derecho Administrativo, más allá de las ideologías y preferencias de cada quien, que el Estado asuma indiscrimina-damente la administración de hoteles, la producción de pañales, la organización de festejos o la venta de arepas, mientras que establecimientos estatales de salud, educación, fomento de la vivienda, reclusión de privados de libertad o protección del am-biente, al igual que los tribunales encargados de juzgar a la Ad-ministración, carecen de recursos y muestran altos índices de ineficiencia, y que los llamados servicios públicos básicos, como agua potable, energía eléctrica, gas, aseo urbano y transporte subterráneo, por sólo mencionar algunos, se presten –cuando se prestan- con inaceptable ineficacia y pésima calidad.
Después de muchas décadas de continuo crecimiento al ritmo del alza de los precios del petróleo del tamaño del Estado en Venezuela, en especial de la Administración, está demos-trado que ese aumento no sólo no contribuyó a sacar a millones de personas de la pobreza, sino que significó más bien continua pérdida de libertad y seguridad para los ciudadanos (en especial para los de menos recursos y más dependen de la Administra-ción), al tiempo que mayor corrupción y despilfarro de recursos públicos, lo que acentúa la exclusión y la pérdida de oportuni-dades. Así lo demuestran los resultados del prestigioso informe Detrás de la Pobreza (10 años después) de la UCAB, cuya última edición recién acaba de ser publicada.
Este tiempo nos debería al menos servir, si se lo compara con lo ocurrido en ese mismo período con modelos de Estados de Bienestar, como el de Suecia, para entender que el Derecho Administrativo, si quiere contribuir con la eficiencia y eficacia de la acción administrativa, debe ser exigente en el cumplimien-to de las formas y las garantías previstas en la leyes y demás regulaciones y en el respeto a los derechos que la Constitución reconoce y garantiza. En países como el nombrado, entendieron que si bien el mercado (los ciudadanos) no lo puede todo, tam-poco el Estado providencial (los funcionarios) lo puede todo (ojo, sí puede abolir las libertades), y que es necesario equilibrar poderes estatales con libertades individuales.
Es un axioma: a mayor genuflexión del Derecho Adminis-trativo, es decir, a menores controles en materia de organización y actividad administrativa, mayor ineficiencia, ineficacia, arbi-trariedad e irresponsabilidad de la Administración, y menos oportunidad para los excluidos de gozar de oportunidades para ejercer sus libertades. Mientras que a mayor rigor y objetividad en la aplicación del Derecho Administrativo, mayor eficiencia y respeto por las libertades logra la Administración (así lo prueba el desempeño institucional de países como Alemania, Suecia, EEUU, Chile y Costa Rica, por mencionar sólo pocos).
Por supuesto, el equilibrio entre poderes de la Administra-ción y libertades ciudadanas que exige el Estado de Derecho (y que no deben impedir lograr ni el Estado social ni el democrá-tico, que mal pueden existir sin aquél), no se logrará, como lo postulan pseudo-filosofías posmodernas (Rigoberto Lanz), des-mantelando las burocracias tradicionales o estructurando “ad-ministraciones” emergentes o paralelas (Hildegard Rondón), al estilo de las muy populares pero por completo insostenibles, poco transparentes, carentes de calidad y por lo tanto ineficaces “misiones” de estos días aciagos, signados por la improvisación y el desprecio a políticas públicas modernas.
Tampoco se logrará ese equilibrio creando y legitimando desde la doctrina académica aparentes instancias de participa-ción de los ciudadanos en la toma de decisiones, como son los Consejos Comunales, cuyo obvio propósito es no tanto acercar el poder a los ciudadanos, como escapar de los controles del Derecho Administrativo y vaciar de competencias a las Adminis-traciones estadales y municipales para centralizar en la Admi-nistración Pública Nacional todas las decisiones, aún las más irrelevantes (costos de reparación de aceras, tuberías, alumbra-dos, construcción de canchas, etc.) en perjuicio, una vez más, de la libertad y seguridad de los ciudadanos.
El equilibrio, y con él la prosperidad de la Nación, se irá logrando en forma progresiva y sostenida, cuando sin complejos se interpreten los principios y reglas que conforman esta rama del Derecho a partir de premisas básicas como la primacía de la persona humana y sus derechos y libertades sobre el Estado y la Administración, la obligación de respeto y garantía que esta última tiene impuesta por la Constitución a favor de estos derechos, que la acción de servicios públicos, fomento y policía de la Administración debe apuntar, más que a dar una paternal “procura existencial”, propicia para la demagogia y el control es-tatal de los ciudadanos, a brindar a éstos igualdad de oportu-nidades y seguridad jurídica para que sean ellos los que fijen sus propios límites y en libertad asuman el rumbo de su propia vida, limitando al mismo tiempo todo uso abusivo de esa misma libertad por parte de aquellos con más poder de acción.
Del mismo modo, se irá logrando el ansiado equilibrio en la medida en que, como lo reclamó Polanco Alcántara (en El con-tencioso-administrativo y la defensa de la legalidad como deber ético. Barquisimeto, 1993), se deje de interpretar y aplicar el De-recho Administrativo partiendo de la falaz premisa de que es el Estado, por ser dueño del petróleo, y no las personas, con sus capacidades, talentos e imaginación, el principal agente del de-sarrollo económico y social de la Nación. La disciplina no puede seguir siendo concebida por los operados jurídicos como un mero instrumento que le permite al Estado configurar el orden social para, en las más diversas situaciones, decidir y actuar en lugar de las personas, sustituyendo a éstas, en especial, a las que menos libertad y propiedad tienen.
El Estado no está, ni mucho menos, para configurar al ser humano y a la sociedad, sino para crear condiciones adecuadas, a través de regulaciones y políticas públicas efectivas, que per-mitan a cada persona, actuando libremente en forma individual o colectiva, escoger las opciones y formas de vida que considere más apropiadas para sí, desde luego, con respeto a los derechos y libertades de sus semejantes. De allí la importancia de que se respeten y garanticen derechos como la libre empresa, la pro-piedad privada, los derechos laborales, porque son ellos los que brindan la independencia económica básica para asumir un proyecto de vida propio, no impuesto por funcionarios, según su arbitrario saber (siempre incompleto, por definición).
Insistir en que el Estado puede legítimamente configurar al ser humano y a la sociedad, por ejemplo, a través de la ordena-ción del territorio o urbanística, de la planificación o a través de la regulación administrativa, es apoyar la opción de que nuestra sociedad sea cada día menos democrática y menos libre, y que se clausure la posibilidad de que cada quien, de acuerdo con el postulado del artículo 20 de la Constitución, pueda libremente elegir su propio destino.
En definitiva, todas las instituciones del Derecho Adminis-trativo, y junto con ellas, el control judicial de la Administración es decir, la justicia administrativa, deben reconsiderarse a la luz de una premisa fundamental: que la razón de ser de esta disci-plina fue, es y será siempre la de que ofrecer mecanismos ajus-tados al Derecho para que el Estado, a través de la Administra-ción Pública, brinde seguridad y genere igualdad de oportunida-des para que toda persona que así lo desee, pueda desarrollar individual o colectivamente, en libertad, sus potencialidades, en su propio provecho y en el de la comunidad de la cual forma parte, con pleno respeto y garantía de los derechos de los de-más, según lo exigen tanto la Constitución como los Tratados Internacionales de Protección de los Derechos Humanos.
Conforme a lo expuesto, y a fin de que en un tiempo no remoto el Derecho Administrativo sea garantía efectiva de liber-tad para todos los habitantes de Venezuela y no una herramien-ta de ejercicio arbitrario e ilimitado del Poder por parte de la Ad-ministración, como lo ha sido mayormente desde su recepción en el país hasta nuestros días, es impostergable la revisión de temas clave de la disciplina, para erradicar de ellos las visiones autoritarias que impiden su adecuada utilización:
En el caso de los principios generales del Derecho Admi-nistrativo urge erradicar falsos principios como ese que postula la superioridad absoluta de la Administración sobre los ciuda-danos, o del interés general sobre los derechos y libertades individuales, evitar crear falsos dilemas entre sujeción a la ley, deber de motivar los actos y eficiencia, eficacia y buena admi-nistración, insistiendo, por el contrario, en la obligación que tie-ne la Administración de actuar conforme a Derecho, más en ca-sos de actos ablatorios y discrecionales, con la mayor efectivi-dad posible, pues de nada nos sirve una Administración rápida pero autoritaria.
En esta misma materia, es prioritario reivindicar la impor-tancia para la seguridad y la libertad de las personas del prin-cipio de legalidad, de la reserva legal y del vínculo permanente que las potestades deben tener respecto de aquéllas. Debe refu-tarse con contundencia ese falaz argumento según el cual en el Estado social el principio de legalidad y la reserva legal se ate-núan hasta su mínima expresión, porque sólo cuando el Estado no era democrático y social era que resultaba legítimo exigir a la Administración que se sujetara en forma estricta a la ley. Sólo quien desconozca la condición humana cuando maneja poder, grande o pequeño, da igual, e ignore las atrocidades y excesos contrarios a la libertad y dignidad de las personas cometidos por funcionarios de Estados totalitarios y también de algunos Estados benefactores durante el siglo XX, puede suscribir, con ingenuidad, tales tesis.
Resulta crucial desarrollar y llevar tanto a la ley como a la jurisprudencia y los manuales, una teoría general, compatible con la Constitución, de la autotutela administrativa. Es irres-ponsable, inconstitucional y contrario a la libertad, seguir afir-mando que todo acto dictado por la Administración, cualquiera, está dotado de ejecutividad y ejecutoriedad y que la actuación judicial sólo ha de estar asegurada a posteriori.
Debe, por el contrario, afirmarse que sólo algunos actos de la Administración, aquellos que resultan del ejercicio de una po-testad atribuida por ley y cuyo fin es satisfacer o tutelar en forma directa e inmediata un interés general, son los que deben entenderse ejecutivos y ejecutorios. Debe, pues, afirmarse sin reserva alguna, que frente a las libertades (tales como la propie-dad privada, libre empresa, libertad de expresión, de pensa-miento, de asociación, de educación y el domicilio), no puede haber autotutela para extinguir situaciones jurídicas subjetivas sino sólo para limitarlas, y que no puede haber autotutela en los casos de actos sancionatorios.
El régimen legal y jurisprudencial del acto y del contrato administrativo (o del contrato público, como ahora se le llama), debe ser ajustado a la Constitución, lo que implica, a partir de una teoría general consistente, democrática y liberal de la auto-tutela administrativa, reformar tanto la Ley Orgánica de Proce-dimientos Administrativo como la Ley de Contrataciones Públi-cas, dejando a un lado ese decimonónico lugar común según el cual es imposible saber de antemano en qué casos la Adminis-tración necesitará de la potestad de dictar actos ejecutivos y eje-cutorios, o de modificar unilateralmente las condiciones de un contrato. Es necesario, y posible además, establecer en leyes generales y especiales, si fuera necesario, supuestos precisos en los que la Administración podrá dictar actos ejecutivos y ejecu-torios, o modificar unilateralmente y sin pase judicial contratos celebrados con particulares, siendo ello justificable sólo en los casos en los que con esos actos y contratos se satisfaga en for-ma directa e inmediata algún interés de la colectividad.
Unido a lo anterior, se debe enfatizar el carácter de garan-tías de la libertad y de frenos a la arbitrariedad que revisten tanto el procedimiento (cuya ampliación injustificada por la le-gislación y la jurisprudencia debe ser rechazada) como del acto administrativo, y ser celosos en exigir el cumplimiento de actos y trámites esenciales para el derecho a la defensa (sin sacrificar éste ante el principio de conservación del acto) y en la observan-cia de los tradicionales (pero poco respetados) elementos de validez de los actos (competencia, motivos, objeto, fin, motiva-ción, etc.).
Asimismo, debería rechazarse enérgicamente, que actua-ciones materiales de la Administración carentes de título jurídi-co, esto es, que sus vías de hecho, sean enjuiciadas a través de procedimientos concebidos para juzgar la actividad formalizada de la Administración, como son los juicios de anulación.
La comprensión de la discrecionalidad administrativa y de los conceptos jurídicos indeterminados debe ser actualizada y reforzada con los aportes del Derecho como argumentación viene desarrollando desde hace décadas para lograr el objetivo de su-jetar el Poder al Derecho y evitar así que el Derecho esté someti-do al Poder (en decir de Manuel Atienza). Es inadmisible, por ejemplo, que al análisis judicial de los actos discrecionales los principios de razonabilidad, proporcionalidad y adecuación, por considerar que ello es administrar y no juzgar, o que no se exija con firmeza una motivación suficiente de los actos discreciona-les, acogiendo en lugar de ello la inconstitucional tesis de la motivación indirecta o de la mínima motivación.
Asimismo, es impostergable retomar y mejorar la mejor tradición lograda por la jurisprudencia y doctrina venezolana en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración. Dado que lejos, muy lejos, estamos en Venezuela de padecer de excesos en las condenas a la Administración, la discusión sobre el carácter objetivo o no del sistema de responsabilidad del Es-tado es menos apremiante que dotar de efectividad a ese siste-ma, analizando aspectos específicos del mismo, como la prueba de los daños y de la relación de causalidad, así como del monto de las reparaciones a establecer. No sólo en los casos tradicio-nales de falta, de sacrificio particular o incumplimiento contrac-tual es menester pasar de las retóricas declaraciones a conde-nas y reparaciones efectivas y a la repetición en contra de los funcionarios que directamente causaron el daño. Lo es sobre to-do en casos de violaciones a los derechos humanos, frecuentes en nuestro país, en los que se debe trabajar muy duro, a fin de incorporar y difundir en nuestro derecho interno la jurispruden-cia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en esta materia.
La propiedad privada debe dejar de verse, ideológicamente, como un instrumento para la acción de los Poderes Públicos a la que mínimas garantías debe ofrecerse. El Derecho Adminis-trativo debe, por el contrario, emplearse para incrementar el número de efectivos propietarios a lo largo y ancho del territorio nacional (las actividades de policía, de servicios públicos y de fomento son idóneas para ello). Además, ésta, en tanto derecho constitucional, debe gozar de las garantías jurídicas propias de estos derechos y en especial de las derivadas de la expropiación. Cierto que ésta es una potestad, pero también es una garantía de la propiedad privada. No puede tolerarse el uso de esta figura como una sanción para los propietarios, ni la inconstitucional proliferación de expropiaciones administrativas ad hoc, en las que no están aseguradas las seis garantías básicas de la expro-piación que impone la Constitución, por más que consten en leyes o decretos-leyes.
Apoyados en el Derecho Comparado, y especialmente en lo avanzado en esta materia en Estados democráticos respetuosos de la libertad de sus ciudadanos, debe generarse una objetiva reflexión sobre el contenido, los fines y límites de la regulación administrativa, es decir, de la actividad normativa de la Admi-nistración. No es posible, por ser ello violatorio de las libertades, que la regulación se emplee como instrumento para despojar a los ciudadanos en la más amplia variedad de supuestos del poder para decidir qué tipo de vida llevará (qué alimentos con-sumir, qué bienes producir o servicios prestar, qué ver en TV, qué libros leer o qué música escuchar, qué obras de teatro con-templar o qué deportes practicar o seguir).
La regulación, siempre y en todo caso debe tener por norte permitir, asegurar y potenciar las capacidades de las personas, tanto en lo individual como en lo colectivo, para desarrollar actividades que le generen beneficios propios y a la comunidad, ello sin perjuicio de las limitaciones que en protección de los derechos colectivos e intereses difusos de esas mismas personas deba establecer. La regulación administrativa no puede, en for-ma abierta o encubierta, tener por fin impedir o inhibir el ejerci-cio de esas capacidades, de esas libertades, ni mucho menos el transferir a la Administración la toma de decisiones que sólo corresponden a los ciudadanos cuando, por ejemplo, ejercen su derecho a la libertad económica. Sólo en casos comprobados y formalmente declarados de emergencia, es que esa transferen-cia, por el tiempo estrictamente necesario, podría tenerse por le-gítima, y sujeta a ulteriores indemnizaciones de ser el caso.
Finalmente, y aunque ésta corresponda a un área propia de otra rama del Derecho, como es el Derecho Procesal, y no al Derecho Administrativo, sin duda alguna, condición sine qua non para lograr el debido equilibrio entre poderes y libertades que se ha propuesto como desiderátum, es el rescate y definitiva modernización de la justicia administrativa venezolana. Ello, por supuesto, no se limita a la puesta en vigencia de una Ley especial reguladora de esta jurisdicción. Temas clave como las competencias, las condiciones de admisibilidad, la legitimación, las medidas cautelares, las pruebas, poderes del juez, contenido y ejecución de la sentencia y costas deben ser analizadas, ya sin ninguna excusa absurda, a partir de la tutela judicial efectiva y del debido proceso.
Por fortuna, es abundante la doctrina nacional de calidad en estas materias, pero a la que ninguna atención se le ha pres-tado desde el Poder Judicial hasta la fecha. Ello no es casual: antes que lo anterior, es vital lograr que la justicia administra-tiva sea independiente e imparcial, impartida por juristas capa-citados para ello y concientes de su grave responsabilidad frente a los ciudadanos, como garantes del Estado de Derecho frente a una Administración social.
Según Germán Carrera Damas, Venezuela es una Repúbli-ca en construcción, que está aún por hacerse, por cuanto sus ciudadanos, aún en un porcentaje elevado, conservan hábitos y prácticas monárquicas, que los hacen propensos a la sumisión, al servilismo y a la renuncia de la libertad a favor de hombres fuertes (antes el Rey, luego el caudillo, ahora el tirano elegido), que resuelvan sus dificultades y les brinde la ansiada seguridad y prosperidad material. En ello sigue a otro ilustre venezolano, Carlos Rangel, quien desde los años 70 nos alertó en su obra Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario sobre el débil instinto de libertad que existe entre nosotros.
Ese déficit de ciudadanía debe enterrarse definitivamente, con educación, participación e igualdad de oportunidades. Pero también, con garantías jurídicas efectivas, que permitan a toda persona, ante actuaciones arbitrarias de la Administración (aún aquéllas que tengan por fin beneficiar a la colectividad) ser pro-tegida en sus derechos y libertades. Y esto último es tarea pro-pia del Derecho Administrativo, más concretamente, de quienes nos dedicamos a su estudio, difusión y aplicación ya en sede administrativa o en sede judicial.
En especial, lo es de los profesores del área, quienes tene-mos el deber ciudadano, más allá del meramente académico, de abandonar concepciones anacrónicas e inconstitucionales de la disciplina, y de acoger en su lugar teorías y enfoques más idó-neos para, desde el Derecho Administrativo, contribuir a dar mayores y mejores respuestas a las exigencias de libertad, segu-ridad y oportunidades de los ciudadanos. Muchas gracias.

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