jueves, 16 de diciembre de 2010

A propósito de la polémica entre los profesores Hernández y Arias en torno al Estado social y la libertad económica en la Constitución de 1999

A propósito de la polémica entre los profesores Hernández y Arias en torno al Estado social y la libertad económica en la Constitución de 1999:

Por: Luis A. Herrera Orellana

Antes de comentar algunas de las afirmaciones hechas por el profesor Hernández en su respuesta al contra-paper del profesor Arias, La Constitución Fabulada, quiero comenzar agradeciendo y felicitando a ambos colegas por el tiempo, la seriedad, la honestidad y la libertad de pensamiento con la que han expresado sus puntos de vista ante todos nosotros en los tres documentos que componen lo que, me atrevo a llamar, constituye una genuina –y oportuna, frente a la deriva totalitaria que inició hace años el régimen socialista- polémica en torno al concepto de Estado social y las implicaciones prácticas a raíz de su reconocimiento por la vigente Constitución de 1999.

En nuestro medio académico, todos los profesores, tanto los de Derecho Público como los de Derecho Privado, debemos habituarnos a debatir nuestros puntos de vista y desacuerdos en forma pública y fundamentada, a través de artículos, ponencias, libros o a través de medios electrónicos como este blog, pues, tal y como lo muestra la experiencia de otros países, es de la confrontación de ideas de donde pueden surgir las mejores ideas y soluciones para responder a las demandas que la sociedad dirige hacia el Derecho y quienes nos especializamos en enseñarlo y en operar con él, desde dentro y fuera del Estado.

La falta de debate, o la incomprensión de lo que éste significa (por considerar que toda crítica a una idea propia es un ataque personal, en lugar de, a todo evento, una inequívoca muestra de respeto y reconocimiento al autor de la idea refutada), impide, como pienso ha sido el caso venezolano, que el conocimiento se produzca y se renueve, y lejos de estimular el pensamiento crítico y la conexión con los más graves problemas del país, en los que el Derecho siempre algo tendrá que decir, ha terminado por convertir la enseñanza, el estudio y la práctica del Derecho, en una actividad monótona, repetitiva de los “clásicos” o de las “grandes decisiones”, en una labor carente de imaginación, anquilosada y, en no pocos casos, legitimadora de arbitrariedades y violaciones a principios y derechos protegidos por la Norma Fundamental.

Por ello, celebro que dos profesores tan bien capacitados y generosos en la difusión de sus ideas, como son José Ignacio Hernández y Tomás Arias Castillo, partiendo de puntos de vista discrepantes en muchos casos, pero por lo que puedo ver, también concordantes en otros tantos, nos hayan dado un excelente ejemplo a los demás profesores de Derecho Público de cómo se hace doctrina y se defienden las ideas, con contundencia pero también con altura y con argumentación, desde el debate abierto y comprometido con la búsqueda de las mejores formas de interpretación y aplicación del Derecho para Venezuela.

1. Dicho lo anterior, y pasando ya a comentar algunas de las afirmaciones hechas por el profesor Hernández en algunos pasajes de su respuesta La Constitución Fabulada, quiero, en primer lugar, comenzar por acoger una exigencia que él, con toda razón, hace en ella, acerca de la prudencia con que debemos hacer uso de las citas textuales, a fin de no incurrir en una descontextualización de las ideas del autor citado.
En mi caso, aprovecho la oportunidad para dejar constancia de que, en forma involuntaria, incurrí en ese error, acaso por estar mal acostumbrado a guiarme en forma exclusiva por comillas para distinguir en un texto las ideas de unos de las ideas de otros (aunque ello no es justificación), respecto de uno de los trabajos del profesor Hernández al que aludí incorrectamente en mi artículo “Libertad económica, control de precios y ‘reforma’ constitucional de 2007”, publicado en la Revista de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas No. 131 de la UCV (Caracas: 2008).

Sucede que en dicho trabajo le atribuí (ver nota al pié No. 4), como si fuese una idea que apoyase el profesor Hernández, la tesis según la cual “el Estado social imprime una absoluta matización del Estado de Derecho, el cual queda reducido a su mínima expresión”, cuando lo cierto es que, como él lo enfatiza en su respuesta al profesor Arias, aludió a esa tesis para, acto seguido, cuestionarla, con base en los planteamientos de Herman Heller y sus muy fundados temores a que el principio del Estado social se pervirtiera desde el Poder (una discusión aparte, y en la que vale la pena entrar en algún momento cercano, es en qué medida, las Filosofías y Teorías Generales de las que partían Heller y Forsthoff para elaborar sus análisis dogmáticos sobre el Estado social, no conducen, más allá de las intenciones de ambos autores, a la creación de condiciones políticas y jurídicas idóneas para la instauración de un Estado totalitario. Al respecto conviene consultar lo expuesto por ellos en HELLER, H., Las Ideas Políticas Contemporáneas. Granada: Comares, 2004, y en la correspondencia que se publica en SOSA WAGNER, Francisco, Carl Schmitt y Ernts Forsthoff coincidencias y confidencias. Madrid: Marcial Pons, 2008).
Vayan pues, mis excusas por esa injustificable imprecisión, y mi regocijo por constatar el repudio del profesor Hernández a tal comprensión del Estado social.

2. En segundo lugar, quiero manifestar mi total satisfacción por confirmar que en el profesor Hernández encontramos a un firme defensor de la cultura de la libertad (sus referencias como autoridades a Mises, Hayek y otros liberales en varios de sus trabajos son sin duda indicio de ello) en la interpretación y aplicación del Derecho Público, condición ésta que se sigue de afirmaciones -que suscribo a cabalidad- que se encuentran en su respuesta como esta: “De allí que, en apretado resumen, la acción social del Estado debe estar orientada a asegurar un mínimo vital, y nunca a la configuración global de la social (por ello, el Estado social ha de ser un Estado mínimo, como en una oportunidad lo ha señalado la Sala Constitucional); ese mínimo vital supone la transformación del medio (no de la sociedad y muchísimo menos del hombre: esto desnaturaliza a la libertad) para promover condiciones reales de oportunidades (nunca condiciones reales de igualdad: de nuevo, ello desnaturaliza la libertad)”; asimismo, de esa en la que sostiene que: “Por ello, quisiera rescatar del estudio del Profesor Arias un punto que es cardinal, y que comparto: la necesidad de postular la libertad como límite a la actuación del Estado. La Administración está al servicio de los ciudadanos y de su libertad, no la libertad al servicio de la Administración. Y esto vale muy especialmente para el Estado social, que está llamado también a promover el ejercicio de la libertad, incluso frente a su actividad prestacional, que no puede desnaturalizar la libre iniciativa del ciudadano”; e igualmente, en esta otra en la que reconoce (en similar sentido al que lo hago en un trabajo de próxima publicación titulado Bases filosóficas del estudio y la enseñanza del Derecho Administrativo en Venezuela 1909-2009) que “…un exceso de liberalismo no le cae mal al Derecho administrativo en Venezuela. Pues coincido con el profesor Arias (…) en que ese Derecho ha servido más a la prerrogativa y menos a los ciudadanos”.

3. En tercer lugar, quiero manifestar mi desacuerdo con tres afirmaciones que hace en su respuesta el profesor Hernández, a cuyo análisis detenido invito a todos los profesores que participan en el Seminario, de modo que, atendiendo, entre otras, a las razones que expongo a continuación, cada uno reflexione sobre de qué tan correctamente estamos procediendo, en principio en términos metodológicos –pero siempre habrá lugar para evaluarlo también en términos morales-, al preparar y divulgar nuestros trabajos jurídicos.

Primera afirmación: “Creo que el Estado social puede ser estudiado desde distintas perspectivas. Interesa aquí resaltar tres: el estudio teórico (el Estado social como concepto); el estudio jurídico (el Estado social como norma constitucional y sus consecuencias jurídicas) y el estudio práctico (las formas de manifestación de ese Estado social). En mi paper advertí expresamente que sólo abordaría la segunda visión, es decir, el Estado social según su recepción en el Texto de 1999 y a partir de allí, tratar de extraer algunas consecuencias jurídicas prácticas”.

Conforme a lo anterior, cabría sostener que existen tres perspectivas de estudio del Derecho, y que es posible asumir cualquier de ellas en forma aislada, esto es, sin presuponer o entrar en conexión con alguna de las otras dos.

La primera parte de la conclusión la suscribo plenamente, pues, en efecto, las perspectivas de la Filosofía del Derecho, de la Teoría General del Derecho y de la Dogmática Jurídica son muy distintas entre sí, ya que cada una tiene objetos de estudio y propósitos igualmente diferentes.
Pero no comparto la segunda parte, pues considero, por el contrario, que no es posible, o al menos no es prudente, trabajar en cualquiera de estos ámbitos de estudio ignorando, o al menos obviando los puntos de vista de las otras dos perspectivas, en especial, cuando se trata de hacer Dogmática Jurídica. Me explico.

Como el ordenamiento jurídico (cualquiera) que analiza e interpreta la Dogmática Jurídica está compuesto por valores, principios e instituciones jurídicas que son objeto de estudio de la Filosofía del Derecho y de la Teoría General, es siempre necesario, o al menos muy recomendable, que cualquier solución práctica que se pretenda dar desde la Dogmática a un problema interpretativo de un principio o regla jurídica, por ejemplo, siempre se apoye, en la mayor medida posible, en una determinada Filosofía y/o Teoría General del Derecho, de modo que la propuesta sea lo suficientemente consistente en términos argumentales.
Quiere ello decir, que si de lo que se trata es de resolver un problema vinculado con la interpretación y aplicación en casos concretos del principio del Estado social previsto en el artículo 2 de la vigente Constitución venezolana, cualquier solución estará mucho mejor fundada si se apoya no sólo en métodos de interpretación y reglas de la lógica (herramientas típicas de los dogmáticos) sino también en una Filosofía del Derecho sobre el concepto de Estado social y una Teoría General que defina al Estado social ya como principio ya como regla jurídica, que en la medida de lo posible aparezcan explicitados en la argumentación en que se apoya la solución que se propone.

Por lo demás, así lo recomiendan autores como Manual Atienza: “Un buen trabajo de dogmática jurídica requiere casi siempre la utilización de conocimientos provenientes de otros campos, como la historia, la lógica, la economía, la sociología, la ética o la teoría del Derecho. No limite, por tanto, sus fuentes de conocimiento a lo escrito por otros dogmáticos sobre el tema que vaya a abordar. Pero no olvide tampoco la especificidad del trabajo dogmático: ordenar un sector del ordenamiento jurídico y proponer soluciones a problemas concernientes a la producción, interpretación y aplicación de esas normas” (ATIENZA, Manuel, Diez consejos para escribir un buen trabajo de dogmática).

Así, a modo de conclusión, diré que cuando cualquiera de nosotros incursiona en el nada simple –por mucho que lo parezca- terreno de la Dogmática, le resultará conveniente no separar el enfoque de la teoría general y de la filosofía del análisis dogmático, pues al esforzarnos por mantener juntos esos tres niveles de estudio (no necesariamente explicitando siempre el contenido de cada uno de ellos, pero sí presuponiéndolos y dando indicios de que la interpretación que se propone no es producto de la casualidad o del capricho, sino derivación de una comprensión de los fundamentos del Derecho y de las instituciones jurídicas) , pues de lo contrario, como seguramente ocurre en no pocos casos, la ignorancia del enfoque filosófico y teórico general llevará a producir doctrina superficial e inconsistente, y por lo tanto inútil (o incluso peligrosa) de cara a la solución de los problemas prácticos.

Si lo anterior es correcto, quizá podría afirmarse que el profesor Arias cuestionó en su contra-paper lo que consideró era el concepto de Estado social del cual partió el profesor Hernández –aunque no esté del todo explicitado- en su ponencia para desde él describir cómo es la recepción de ese concepto en la Constitución de 1999 y derivar algunas consecuencias jurídicas prácticas de la misma.

Segunda afirmación: “No creo necesario subrayar el riesgo de subordinar la Constitución a una ideología, de hacer distintas ‘lecturas’ de la Constitución, como decía mi profesor. D. Sebastián Martín-Retortillo Baquer. Riesgo, en especial, cuando se prescinde de un análisis jurídico”.
Según esta advertencia, cabe entender que no debemos interpretar el Derecho positivo (la Constitución, las leyes, los reglamentos, etc.) desde una ideología, es decir, que debemos operar con el Derecho libre de juicios previos, o al menos impedir que esos juicios previos inclinen la labor de producción, interpretación y aplicación del Derecho hacia los valores y principios que los orientan, y optar por proponer interpretaciones estrictamente jurídicas.

Estoy en desacuerdo porque considero que simplemente es imposible para los seres humanos hacer doctrina en cualquiera área del saber, en forma neutral, pura. Es decir, que al hacer doctrina jurídica o producir una sentencia por ejemplo, se pueda dejar –al menos totalmente- de lado las ideas previas (morales, políticas, económicas, religiosas, etc.) que tenemos sobre el tema examinado a través de las normas jurídicas. No digo si es positivo o negativo que ello sea así, simplemente es –y siempre ha sido- así. Valga acotar, que en el otro sistema jurídico occidental, el del common law, así lo han asumido desde hace mucho, sin mayores sobresaltos.
Entre nosotros, no sin un dejo de preocupación por ello, así lo ha reconocido María Luisa Tosta: “En una primera etapa de su labor, el intérprete debe fijar las posibles interpretaciones de la norma. Sería ilegítimo que incluyera opciones no permitidas por la norma; por eso debe comenzar por hacer explícitas las alternativas válidas de interpretación. En esta fase pueden ser útiles las recomendaciones de los métodos tradicionales: esto es, considerar los elementos gramaticales, lógicos, sistemáticos, históricos, etc. Debe precisar el significado y la ubicación de las palabras en la oración; debe considerar el lugar que la norma ocupa dentro del sistema jurídico y la conexión con otras normas; puede consultar el diario de debates del órgano legislativo, los de las comisiones encargadas de elaborar los proyectos, los textos legales que pudieron ser fuente de inspiración de la norma, etc. Toda esa labor supone una actividad racional por parte del intérprete. Agotada esta etapa, es posible que él se encuentre en la necesidad de escoger entre varios significados, cualquiera de los cuales constituye una interpretación legítima de la norma. Esta escogencia es ya un momento no puramente racional, donde opera la voluntad. En este punto, ¿qué puede guiar la voluntad del intérprete? Sin duda, aquí van a influir sus convicciones morales, políticas, etc. ¿Cómo ponerle límites? Al parecer, no hay forma de tener certeza de lo que va suceder. La interpretación, en última instancia, queda librada a la voluntad del intérprete (TOSTA, María Luisa, “Interpretación ¿solución jurídica o política?”, en Ensayos de Filosofía del Derecho. Caracas: UCV, 2005).

Siendo lo anterior una descripción de la realidad (así trabajamos los operadores jurídicos tanto en el common law como en el civil law), lo importante es que ese acto de voluntad no sea por completo caprichoso, arbitrario, sino que pueda fundarse en razones que puedan expresarse a través de argumentos, razones aquéllas que, desde luego, provendrán en su mayoría de ideas y concepciones sobre diversos temas y valores no necesariamente creados por el Derecho positivo, regulados por él o agotados en él, sino de otros ámbitos normativos o no, como la moral, la política, la economía, la ciencia, la religión, la literatura, la historia o la sociología.

Ahora bien, siempre que esas pre-concepciones que inevitablemente maneja todo operador jurídico (i) sean explicitadas en su razonamiento jurídico y (ii) no sean claramente incompatibles con el contenido del Derecho positivo (como sería el caso de un jurista que defiende las tesis del Derecho penal del enemigo porque suscribe ideas políticas y morales afines a la doctrina de la Seguridad de Estado pero incompatibles con la Constitución y con los Tratados Internacionales de DDHH) no tornan sesgada o ideológica (entendida aquí como una interpretación falsa y tramposa del Derecho) una determinada comprensión jurídica (desde las normas o instituciones jurídicas) de los hechos o de las ideas examinadas, antes por el contrario, la hacen mejor fundada y más honesta, sujeta al control argumentativo de posibles contendores.

El caso de la Constitución es quizá el más evidente de imposibilidad de acercase a sus disposiciones, abiertas, ambiguas, llenas de valores, principios, derechos y unas cuantas reglas, con una visión neutral, ‘estrictamente jurídica’, del contenido de las mismas.

Sin duda, serán las concepciones que sobre el Poder, la Libertad, los DDDHH, el funcionamiento del Estado al servicio o no de los ciudadanos, el rol del Estado en la economía, la función del Poder Judicial en democracia, el sistema de gobierno, los valores del pluralismo, no discriminación, igualdad, etc., y las ideas que den sentido y finalidad a esas concepciones, desde las cuales se procederá a efectuar la interpretación constitucional.

Ciertamente, en el proceso no se puede pretender, como bien lo indica el profesor Hernández, subordinar la Constitución a una ideología determinada, como en varias oportunidades impúdicamente lo defendió como legítimo proceder en sus sentencias (ver, entre otras, la No. 1.309, de 19 de julio de 2001) como Magistrado de la Sala Constitucional el profesor José Manual Delgado Ocando (cosa que, valga precisar, estimo no proponemos, por iliberal y anti-democrático, ni el profesor Arias en su contra-paper, ni tampoco el profesor Jesús María Alvarado ni yo en nuestros trabajos recientes, cuando hemos criticado la –esa sí- ideología estatista que orienta la comprensión del Derecho Administrativo venezolano, defendido la necesidad de que prime la economía social de mercado sobre la planificación centralizada y el protagonismo empresarial del Estado, al partir del hecho cierto de que ambas opciones, en principio, tienen cabida en la Constitución de 1999 dentro de límites a precisar, y que dependerá de las ideas políticas, filosóficas, morales y económicas desde las cuales se realice la interpretación constitucional, la elección que en definitiva se realice, si a favor de la sociedad o a favor del Estado, y cuáles los límites que no se podrán traspasar al elegir una u otra opción).
Hacerlo (subordinar la Constitución a una ideología, a una sola opción política) implicaría, como también lo indica el profesor Hernández, negar arbitrariamente una parte importante de sus disposiciones, lo cual es inútil y además antijurídico, pues abonaría tal proceder el terreno para un ejercicio totalitario del Poder, así sea desde el –mal entendido de ello ocurrir- liberalismo, claro está.

El contenido de las Constituciones –si pretenden ser democráticas-, esto es, sus disposiciones normativas, no deben ser explícitamente socialdemócratas, liberales, anarquistas, comunitaristas o republicanistas.

Ahora bien, la interpretación de la Constitución, así como del resto del ordenamiento jurídico, difícilmente puede evitar que cualquiera de esas previas concepciones sobre cómo debe orientarse la vida en sociedad incidan sobre la voluntad del operador jurídico. En efecto, es inevitable –y legítimo cuando ello se explicita- que la interpretación jurídica que realizan la doctrina, la Administración, los tribunales ordinarios y -en especial- los Tribunales Constitucionales, se apoye en alguno de esos idearios para, en determinados casos, cuando se presentan varias opciones para decidir, elegir qué tipo de solución jurídica es la más adecuada –esto es, la menos arbitraria y más fundada- frente a una problemática.

Al respecto, refiriéndose en su momento al sistema de Derecho consuetudinario, pero hoy día con inequívoca validez universal, Cardozo explicó lo siguiente: “Mi análisis de la función judicial se reduce, entonces, a poco más que esto: la lógica, la historia, las costumbres, la utilidad y las normas imperantes de buena conducta constituyen las fuerzas que, individual o conjuntamente, determinan el desarrollo del Derecho. Cuál de esas fuerza prevalecerá en cualquier caso particular dependerá en gran medida de la importancia o el valor relativo de los intereses sociales que se beneficiarán o perjudicarán (…) Si se me pregunta cómo podrá saber cuándo un interés tiene más peso que otro, sólo puedo contestar que deberá obtener su conocimiento en la misma forma en que lo hace el legislador: de la experiencia, del estudio y la reflexión; en pocas palabras, de la vida misma” (CARDOZO, Bejamin N., La Función Judicial. México: Pereznieto Editores, 1996, pp. 56 y 57).

De este modo, en algunos casos serán las ideas socialdemócratas las que inclinen la interpretación (en ningún caso podrían hacerlo las ideas socialistas puras, esto es, las comunistas, ya que éstas, al igual que las nacionalsocialistas y las fascistas, son antidemocráticas y totalitarias), en otros serán las ideas liberales las que la orienten (en Venezuela, por lo demás, ello rara vez ha ocurrido en nuestra historia jurídica), en otros las republicanistas, etc., ya que, insisto, el Derecho, al final, no es más que un conjunto de formas que dan protección a bienes (inmateriales y materiales) que se consideran socialmente valiosos (en términos morales, políticos, económicos, etc.) y que –se juzga- son merecedores de dicha protección mediante la coacción estatal.

Pienso que es justamente a esa inevitable incidencia de las concepciones políticas, morales, económicas, etc., de cada operador en su interpretación del Derecho a lo que se refería Manuel Atienza cuando, al analizar la polémica entre Tomás R. Fernández y Luciano Parejo Alfonso en torno a los límites de la discrecionalidad administrativa, afirmaba que la diferencia de fondo era el énfasis con que cada autor asumía el rol del Estado bajo el marco de la Constitución española de 1978, ya que mientras el 1ero partía, puede decirse, de una visión más liberal de la acción del Estado, y por tanto más limitada por el ordenamiento, el 2do partía, digamos, de una visión más socialdemócrata e incluso estatista del rol del Estado en la economía y la sociedad (ATIENZA, Manuel, “Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica”, en Revista Española de Derecho Administrativo n° 85. Madrid: Civitas, 1995).

De allí que, tanto para la interpretación constitucional, como para la interpretación jurídica en general, valga la reflexión de Carlos Santiago Nino: “Cada vez resulta más evidente la tensión que sufre la dogmática jurídica entre, por un lado, los ideales profesados explícitamente por sus cultores de proporcionar una descripción objetiva y axiológicamente neutra del derecho vigente, y por otro, la función que la dogmática cumple en forma latente, de reconstruir el sistema jurídico positivo de modo de eliminar sus indeterminaciones. Es obvio que aquellos ideales son incompatibles con esta función, puesto que la tarea de eliminar las indeterminaciones del sistema exige elegir una solución entre las varias alternativas que el sistema jurídico ofrece; y esto no resulta de la mera descripción de las normas positivas, ni puede realizarse sin tomar partido acerca de la mayor o menor adecuación axiológica de cada una de las posibles alternativas” (Nino, Introducción al Análisis del Derecho, Astrea, 1998).

Tercera afirmación: “Lo que sí es censurable es colocar a la Constitución al servicio de una ideología, en este caso, liberal. Pues si se asume la defensa de esas ‘ideas liberales’, entonces, no quedará más que concluir que el Estado social es peligroso para la libertad, es superfluo, innecesario (p. 15), y no produce efecto jurídico alguno. Ha surgido, pues, una nueva Constitución, en la cual expresiones como justicia social, interés social, justa distribución de riqueza, han sido simplemente eliminadas: ellas no existen para el mundo jurídico, pues son ‘terribles’. Son meros principios, que por incómodos, se desechan. Una constitución en el cual el Estado sí debe promover la libre iniciativa privada, pero no regular la economía”.

}Según este punto de vista, el liberalismo sería una ideología (ya como un sistema de ideas acabado y definitivo, ya como una falaz explicación de la realidad, pues el profesor Hernández no especificó en cual de los dos sentidos se usó la palabra ideología) a la que no debe estar subordinada la Constitución, como no debe estarlo a ninguna otra.

Si bien esa discusión cabe desarrollarla en otro momento con más detalle, quiero en esta ocasión subrayar el hecho de que el liberalismo, esa tradición que inician filósofos de los siglos XVIII y XIX tales como Spinoza, Smith, Hume, Kant y Locke, entre otros, y que continúan en el siglo XX en el ámbito filosófico autores como Popper, Berlín y Savater, en el ámbito económico Misses, Hayek y Friedman y en el ámbito jurídico de Kelsen y Hart (aunque con argumentos distintos), a diferencia de otras propuestas morales, políticas y económicas, no es ni puede ser una ideología, sino sólo un conjunto más o menos articulado, pero polémico, plural y cambiante, de ideas y propuestas en los ámbitos ya mencionados, siempre abiertas al debate y a la contrastación (falsación) con los hechos, de modo que se opone a la visión racionalista y planificadora del positivismo como ideología, que tanto incide sobre el modo en que se entiende y opera con el Derecho, en especial en el Derecho Público.

Para explicarlo muy simplemente, cito a continuación a los autores del Regreso del Idiota: “Dirá nuestro amigo (…) que el liberalismo es también una ideología. Pues bien, nunca lo fue. Se limitó a establecer un conjunto de observaciones sobre acontecimientos cumplidos. Adam Smith en La Riqueza de las Naciones no hizo a priori una construcción teórica sobre la mejor sociedad posible, sino que, al examinar la realidad de su tiempo, descubrió que había permitido a unos países ser más ricos que otros” (Bogotá: Debate, 2007).

Resulta obvio, pues, que las ideas liberales en las que se apoya el profesor Arias en su contra paper, que por lo demás son suscritas en buena medida por el profesor Hernández en su respuesta, y que son las defendidas sin complejos en nuestros últimos trabajos por el profesor Jesús María Alvarado y yo, entre otros que cabría mencionar (uno de los pioneros en el ello, en el ámbito estrictamente económico- jurídico, ha sido Ignacio de León), no guardan relación con esa suerte de defensa fundamentalista, hipócrita y deshonesta hasta lo indecible, de quienes postulan (si es que los hay) que el mercado todo lo puede resolver por sí sólo, que el Estado en nada debe entrometerse y que la pobreza se reducirá con la simple observancia de la ley de la oferta y la demanda, con el único interés en poder cometer abusos y toda clase de fechorías en ausencia de controles eficaces y oportunos.

A esa deformación de las ideas liberales, y que es a la única que cabría el mote de neoliberal, no atienden los puntos de vista que en trabajos recientes compartimos, al interpretar la Constitución de 1999, entre otros, los profesores Arias, Alvarado, Canova y yo. No se trata de fabular la Constitución, ni de ignorar, negar o invitar a violar aquellas partes de la Constitución que no expresen ideas liberales sino ideas propuestas por alguna otra tradición política afín o no a la liberal. De lo que se trata, en todo caso, es de adoptar métodos de interpretación y argumentos que impidan en la mayor medida posible (de allí lo necesario de partir de una sólida Filosofía y Teoría General) que las disposiciones de inspiración distinta a la liberal (todas aquellas que potencian la acción del Estado y que establecen la primacía de la mayoría sobre los individuos, por ejemplo) terminen reduciendo al máximo o aboliendo aquellas otras que sí son garantías de ciertas ideas liberales (primacía de los DDHH, división de poderes, principio de legalidad, independencia judicial, seguridad jurídica, etc.)

Sobre esa diferenciación, justa y necesaria -entre otras cosas para que entre los estudiosos del Derecho Administrativo la palabra liberal no siga causando temor o repudio debido a la postura socialdemócrata o socialcristiana de la mayoría -, entre liberalismo y neoliberalismo, véase la conversación que sostuvieron en noviembre de 2009 Mario Vargas Llosa, Irene Lozano y Fernando Savater, titulada El Pensamiento Liberal en la actualidad, publica en la Revista Letras Libres. Esta es su versión digital: http://www.letraslibres.com/index.php?art=14661
A modo de cierre, y como invitación a todos los profesores de Derecho Público de Venezuela que sienten reserva y cierta fobia a las ideas liberales a que se interesen en conocerlas, bien para suscribirlas o bien para rechazarlas, pero en cualquier caso con fundamento, me despido, en el marco de este valioso y enriquecedor debate entre los profesores Hernández y Arias, con esta reflexión final: “Es cierto que los liberales discrepamos a menudo entre nosotros mismos, pero acaso sea posible trazar un bosquejo panorámico de la perspectiva liberal en torno a los asuntos públicos contemporáneos. Si existe un primer principio que los liberales comparten, éste es que rechazamos las ideologías basadas en la certeza. Cualesquiera que sean nuestras creencias, y muchas de ellas son muy firmes, no nos sentimos con derecho a imponerlas a otros. Los liberales se esfuerzan en persuadir a otros y, a su vez, son susceptibles de ser persuadidos. Nosotros estamos dispuestos a mejorar nuestro pensamiento y nuestra comprensión a través de la información y el intercambio de ideas. De la misma manera, esperamos contribuir a las concepciones que otros sostienen. En su discurso de 1944 sobre ‘el espíritu de la libertad’, el juez Hand fue más allá y dijo: ‘[ése] es el espíritu que busca comprender el pensamiento de otros hombres y mujeres; el espíritu de la libertad es el que sopesa esos intereses junto con los propios sin ningún prejuicio’ (…) Esto no quiere decir que los liberales no tengan convicciones. Entre las creencias que defendemos con ahínco están las relativas a nuestra concepción de la libertad: que todos son libres de expresarse en el mayor grado posible, siempre y cuando no dañen directa e inmediatamente a otros; que todos poseen el derecho a ser tratados con justicia por los que ejercen el poder público; que todos valen lo mismo frente a la ley y que tienen derecho a ser protegidos de igual forma por la ley; que nadie ha de ser tratado jamás con crueldad por el Estado; y que todos tienen derecho a una zona de privacidad, que cuando el Estado busca invadir esta zona es su tarea demostrar que hay razones de fuerza mayor para hacerlo, y que sólo lo ha de hacer con una gran reserva y tal como la ley lo prescribe” (Neier, Aryeh, “¿Por qué somos liberales?”, en Letras Libres, julio 2006, aquí su versión digital: http://www.letraslibres.com/index.php?art=11262

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